COLUMBRETES: expedición “Huesitos”. 13/05/2016
¿Columbretes?, ¿Qué puedo contaros sobre Columbretes?
A ver, hace más o menos un millón de años (más o menos cuando Carmen y Rafael empezaban la adolescencia) en el campo volcánico que se asentaba enfrente de lo que luego sería la costa de Castellón, las cosas se empezaron a poner calentitas y empezó a salir magma con exuberancia de colorines anaranjados, nubes grises y rayos por todos los lados, que eso por las noches tendría que ser como un puticlub chino. Las dos primeras fases eruptivas, fueron algo así como discretas, como muy de submarinas, pero a la que las aguas se retiraron, aquello empezó de nuevo a venirse arriba hasta dejar formaditos una pequeña colección de volcanes la mar de apañaditos con sus materiales piro clásticos, sus basanitas, sus olivinos y sus feldespatos. También, a la que dejó de fluir la lava, se quedaron unas cuevas de putísima madre.
Se supone que los primeros que pasaron por allí fueron los fenicios, por aquello de poderse refugiar de los cambios de viento tan frecuentes en el mediterráneo. Ellos, llamaron a las islas “Moncolober” haciendo referencia a las serpientes venenosas que habitaban las islas. El cómo llegaron los ofidios aquí es algo tan paradójico como que a los gatos les encante el pescado pero odien el agua.
Otros que trataron de establecerse por estos lares fueron los griegos, que las llamaron “ophiusas” y luego vinieron los romanos, que dijeron que se llamaban “columbrarias”, siempre, en clara referencia a los reptiles que, supuestamente, campaban por sus despechos mordisqueando tobillos por doquier. Entre las serpientes, los alacranes y que no había en ninguna isla ni puta gota de agua, el futuro parque natural fue dejado de lado hasta el siglo XIV, fecha en las que los piratas infieles que asolaban la costa les encontraron un uso cojonudo como refugio y base de descanso previa a sus fechorías. Cuenta una antigua leyenda que, en una de esas incursiones, los corsarios, que eran perseguidos por naves cristianas tras un saqueo, ocultaron un valioso botín en una cueva cuya entrada se hallaba bajo el nivel del agua. Se trataría de la “Cova del Tresor”, de cuya existencia todavía hoy no se tiene constancia, y, teniendo en cuenta el número infinito de rutas alternativas que ha trazado Raúl buscando el arco de la Foradada, ya me extraña a mí que él no hubiese encontrado ya la dichosa oquedad.
Los antiguos corsarios dejaron el relevo a los modernos contrabandistas. Hay constancia de actividades delictivas hasta casi el año 1.900. Por fastidiar a los honrados ladrones su “modus vivendi” y, ante la dificultad de establecer una guarnición en el archipiélago, las autoridades decidieron volar las cuevas que utilizaban los “canis” del XVIII dejándonos, por ejemplo, el “túnel” de la Foradada convertido en el agujero de la Foradada. A partir de 1856, se decidió construir un faro para evitar que los barcos que navegaban por las cercanías se hicieran mierda contra las rocas. Sería la primera vez que las islas estuviesen pobladas. En 1860 los presos condenados a trabajos forzados terminaron las edificaciones y llegaron las primeras familias.
Al parecer, lo de la vida idílica en la isla Grosa era más falso que las fotografías de las hamburguesas del McDonals, ya que, entre serpientes, alacranes, los patos de mar todo el día dando la barrila, la falta de suministros, la ausencia de agua y que no pusieron ni un puñetero centro comercial con cines acabo por consumir la paciencia de alguno que empezó a poner en marcha ideas geniales. La primera fue traer gorrinos que se comieran las serpientes, luego, soltaron conejos que se comieron las verduras y como colofón, pensaron que era mejor prenderle fuego a todo y empezar de cero.
A medida que cambiaban y se modernizaban los sistemas de alimentación de la luz del faro, no eran necesarios tantos fareros. En 1975 gracias a unas placas solares, el funcionamiento de la señal marítima ya es completamente autónomo, haciendo innecesaria la presencia de curritos en las islas. Entonces, los yankees vieron en el antaño refugio de piratas un blanco chachi piruli para la sexta flota y se liaron a lanzar pepinacos para demostrar su puntería. La presión social consiguió que las islas Columbretes fueran declaradas Reserva Natural en 1988 y Reserva Marina a partir del año 1990. Y ya…
…Y ya estoy esperando a que venga Chema, con el coche cargado hasta la luz del techo y con muchos kilómetros por delante. Para quienes no le conocéis, mi compañero de viaje es un aspirante a Divemaster tan feo que ni los monos le cogen las pipas. Dejamos Carabanchel atrás, y nos comemos un poco de atasco por el incendio de Seseña, que anda en pleno apogeo. Como vamos justitos de tiempo, alargamos la parada hasta pasado Minglanilla, donde me han dado un café tan negro que me han entrado ganas de luchar por mí pueblo. Luego, del tirón hasta Benicarló. Allí nos encontramos con Gonzalo (es tan torpe que se sacó el DNI a la tercera), Nacho y Bea. Mientras repartimos camarotes y estibamos fardos y atadijos aparecen Fernando y Elena. Con todo listo, recibimos la llamada de Juan (Hollis) que parece que se está retrasando un poquito. Mientras, el ex-hombre de negro, se encuentra haciendo, como buen español que es, un “Hispasat” en el Alí-Babá, esto quiere decir que dará treinta o cuarenta vueltas al local antes de dar con la localización perfecta para sentarse. Como gente solidaria que somos y en un ataque de compañerismo sin parangón en la historia, decidimos esperar a Juan, pese a tener más hambre que Falete en ramadán.
Vale, lo reconozco, como el Sr. Hollis llega más tarde que Sergio Ramos a las sesiones con su logopeda, decidimos hacer un desayuno tardío y así saciar nuestra hambre. Lo que pasa es que si desayunas pizzas, se te quitan las ganas de cenar, así que nuestro amigo tendrá que aliñarse la ensalada más solo que Vlad el empalador el día del amigo. Por cierto, que eso de los aliños de las ensaladas se nos está empezando a ir de las manos…
Que sí primero la sal, pero esparciendo uniforme y sin aglutinar. Que sí sal del Himalaya mejor que la sal negra. Que si sal con aromas… Luego el vinagre, para evitar una reacción de los burenques de las lechugas y concavar los flejes de las aceitunas antes de lanzar el aceite, en pero no en chorro, sino en emulsión lipoídica para evitar el avellanaje cilicuidal de los ingredientes. Al final, empezaremos condimentando una ensalada y terminaremos preparando un gin-tonic. Terminada la fase nutricional y con las pirulas de biodramina y las dosis de esturgerón rulando por la cubierta soltamos amarras y nos dirigimos hacia lo negro buscando la luz del faro de Columbretes.
Hoy no nos acompaña Jorge. En su lugar viene Sebas, que no digo que se a feo, pero su muñeca hinchable se fugó anoche con el flotador. Marcamos el rumbo en el piloto automático y vamos mandando a cada mochuelo a su olivo. En proa, pasando más frío que el alicatador de un iglú están Nacho y Bea, mirándose de lado con cara de paisaje con fuente, en plan romántico. Fernando y Elena hace ya muchas millas que andan a la roncadera, Chema y Gonzalo siguen mano a mano con las cervezas y Juan se levanta con la misma dignidad con la que un perro chico arrastra el culo en la moqueta y se retira a sus aposentos. Aposentos individuales, porque, si bien ya sabemos por experiencia que cuando alguien te dice “en principio voy” sabes que quiere decir “puedo ir, pero no quiero, y dame tiempo para buscarme un excusa medio creíble“, cuando la excusa medio creíble te llega a siete horas de la hora de salida del barco, a mí se me queda una cara más larga que un partido de Oliver y Benji con prórroga.
En fin, que el mar empieza a mecer los cascos del Devismar y yo voy cayendo lentamente en los brazos de Morfeo, hasta que llegamos al cráter. La travesía ha sido agitada, pero no revuelta. Apenas hemos tenido vomitonas y parece que nadie se ha dejado parte de la osamenta contra las paredes del barco. Desadujo la cuerda de proa, trinco el bichero, cazo el cabo y todo se queda tranquilo, en una noche sin luna en la que el mástil del catamarán parece arañar un cielo estrellado desprendiendo estrellas fugaces. Esta última frase demuestra que, en ocasiones, puedo ser circunspecto en las crónicas, pero ¿serio?… creo que no. Una vez intenté ser serio, y, bueno, fueron los peores cinco segundos de mi vida.
La noche, fondeados en el interior de la isla Grosa ha resultado ser muy apacible. La mañana, lo es aún más. Hemos decidido alargar un poco el primer replique de campana por aquello de dejar a todos recuperar fuerzas. Pese a tan generoso gesto, hay quien desiste de aprovechar esas horas de sueño y se enzarza en una lucha despiadada con la cafetera. En un barco, hay dos tipos de personas: las que se despiertan cuando suena la alarma y las que deberían morir entre horribles sufrimientos por despertar a los demás. Desafío a las leyes de la geometría sacando mis abdominales perfectamente plegadas por la ventana del tambucho y me dirijo a la bañera de popa para desayunar. Luego, con una desesperante pericia, comenzamos a preparar lastres y montar equipos. Mirando de soslayo, como si sospechara, está Nacho, esperando que llegue el momento adecuado para hacer su triple “pé”: Pis Preventivo Pre-inmersión. Luego, con la misma elegancia de un cerdo vietnamita comiendo grelos, desliza a Bea por el costado de estribor y con la determinación omnisciente de una deidad lanza el equipo de su compañera de buceo al agua. La cara de satisfacción de nuestra especialista de oídos (sí, además de los dos) se torna en una muesca mitad incredulidad, mitad decepción y grandes dosis de ira cuando el chaleco no emerge con su rebote tradicional, sino que se sumerge en las aguas manteniendo una hilera de burbujas que sugiere que, por si fuera poco, una de las etapas está en flujo continuo. Esto, ya de por sí, justifica una nominación al collejón de oro. Pero, por aquello de aparentar nobleza y valentía, se sumerge dispuesto a recuperar lo perdido. A los siete segundos, emerge entre una nube de espuma soltando una de esas frases históricas que sueltan los héroes en los momentos previos a la gloria: “anda, ábreme la grifería”.
Con el suministro de gas respirable restablecido, vuelve al fondo, esta vez sí, y recupera la infraestructura subacuática de Bea. Apenas puede salir de su boca un leve comentario, ya que, también olvidó conectarse el latiguillo de alimentación del traje seco, y claro, a veinte metracos de profundidad el placaje ha tenido que ser tan salvaje que es posible que los efectos espermicidas sean irreversibles.
El retraso en el equipamiento casi hace que obvie la temperatura del agua, que, a tenor de las caras que ponen quienes no gozan de las bondades de un traje seco, parece que llega a los cuatro “suputamadres”. La opción por lo tanto, más tranquila, es empezar el periplo haciendo el “marrón de Jorge”. Ruta que nos ofrece la posibilidad de encontrarnos con las langostas de Columbretes, que debieron de caerse a una marmita de rayos gamma, porque están más fuertes que la báscula de King África y tienen menos vergüenza que un gato en una matanza. También hay nudibránquios, centollos, cigarras de mar y los meros, que ante la mala visibilidad andan más mosqueados que el casero del fugitivo. Chema, a estas alturas, no es que tiemble, es que se distorsiona, y, decide regresar. El resto, completamos la ruta y regresamos al fondeo. Al ascender, Nacho, trata de justificar su comportamiento negligente, aunque, sinceramente, he visto diarreas más sólidas que los argumentos que está balbuceando.
La mañana se ha extendido hasta la tarde y, las opciones más razonables pasan por disfrutar de la barbacoa de nuestro navío, la capacidad terapéutica de un merecido descanso horizontal y la vorágine de la preparación de la segunda inmersión. Pasada la hora con rima, ahora sí, con una coordinación fluida, nos sumergimos de nuevo buscando el canal que separa el Mascarat de la Grosa. Allí, nos viene a recibir nuestro mero, que ya estamos tardando en ponerle un nombre de esos originales. Posa para nosotros, en especial para Gonzalo, que se le ve disfrutar más que Geppetto con una Black and Decker. Cuando llegamos a la media botella, giramos grupas y pasamos por las cordilleras recreándonos con los extraños nudibránquios que tapizan las paredes.
Ponemos en marcha el compresor, ahogando los chillidos estridentes de los patos de mar, y nos entregamos a conciencia a la dura tarea de terminar con las chuletas, salchichas y delicias de la cena. Pienso que el éxito de la cocina en un barco consiste en llamar “delicias” a las sobras. Una vez apagamos la gusilla nocturna, entre cervezas y otras bebidas espirituales, entablamos conversaciones de esas transcendentales, en especial, Juan, un tipo audaz, elegante y con viruta que nos regala los oídos con el relato de porqué unos monos no se comían los plátanos de la cesta.
Otra noche muy tranquila, hasta que a eso de las tantas de la madrugada, la cosa ha empezado a moverse. El viento ha rolado. Cuando hay tantos cambios de clima sin razón aparente me doy cuenta que Dios, en realidad, puede ser una mujer. Menos mal que coincidiendo con el amanecer, la cosa se calma y se nos queda el mar como un platito. Aprovechamos tratando de hacer el cañón del Cremaet. Hago una de esas charlas estratégicas (briefing) de bandera, pero, los acontecimientos dan un giro inesperado de gran dramatismo y el chaleco de Gonzalo, esta vez, es el que acaba en el fondo, empezando la inmersión sin buceador. De nuevo Nacho, es el encargado de la búsqueda y recuperación. Empezamos la inmersión navegando a media agua. Salimos al exterior y continuamos por la pared hasta llegar al cañón. Hoy, la visibilidad y la nubosidad no le conceden tanto protagonismo. Nada más salir del angosto desfiladero, un cardumen muy numeroso de grandes ejemplares de dentón nos pasa por debajo. Llegando a la zona de las corvinas, nuestro mero, aparece de nuevo, y nos guía hasta sus dominios. Una vez nos tiene en su zona, posa, se acerca, se contonea y se mantiene a escasos centímetros de nuestras máscaras. Apuramos aire hasta que nos queda lo justo para llegar a las escaleras del Devismar.
Es la hora de hacer la visita a la isla. Ese glorioso momento en el que nos vamos todos a visitar la isla y que los patrones aprovechan para cagar a gusto. Tras la visita aderezada con las anécdotas de Vicente, nos retornan a nuestro barco y disfrutamos de otra sensacional barbacoa. La convivencia es fácil, natural. El ambiente es inmejorable y se nota en que hay una sintonía y una sincronización a bordo que se demuestra en que la gente solo tiene sed cuando alguien se levanta para ir a mear.
La campana del barco suena más veces que el timbre de la casa del médico de familia. Ahora toca bucear. Queremos hacer una inmersión desde la boya número dos. Un lugar muy poco frecuentado en una ruta totalmente innovadora. Hoy sabremos si somos del tipo de mono que se rinde cuando le duchan o del tipo de mono que se come los plátanos. Con inusitada emoción, nos equipamos. Sentimos la misma emoción de quienes están a punto de completar una gesta homérica. Juan, intenta saltar al agua desde la proa. Un lugar donde se cruzan varios tensores y cables. Lo que parecía una secuencia épica de película de los marines terminó en una parodia de Catherin Z Jones en la “trampa”, enredado con el cableado más agobiado que estar en un váter sin pestillo. Luego, disimulando, entra al agua junto con Nacho y Gonzalo. De pronto, los tres, recuerdan un pequeño detalle y se entregan apasionadamente al “trenecito” de abrirse las griferías. Imagino, que, ante tal demostración de seguridad, Chema decidiera irse con Fernando y con Elena justo en la dirección opuesta. Pese al desconcierto inicial, llegamos al extremo norte del Mancolibre, donde hay una vertiginosa caída hasta más allá de los cuarenta metros con una proliferación de vida bastante notable. Lo que pasa es que, al hacer el trayecto de ida por un fondo (plagado de langostas) con más de veinte metros de profundidad, el consumo nos sugiere ir dando la vuelta. La inmersión termina con sendos lanzamientos de boya deco y con un pequeño traslado por superficie. la inmersión, pasará a llamarse “Banana´s basket”, por que lo ha dicho Bea, y punto.
Empezamos a cargar botellas. Paso a la cocina. Veréis, como les sobró tiempo, Gonzalo, Bea y Nacho, el viernes, se dieron una vuelta por el Mercadona, y, sin encomendarse a nadie, compraron una bolsa de “huesitos”. Ellos dejaron la bolsa justo al lado de la Nutella. El primer día, la bolsa permaneció cerrada. El segundo día, por la mañana, la bolsa, enigmáticamente, se abrió y los huesitos se desparramaron por la bandeja de los desayunos. Por la tarde, los “huesitos” fueron declarados oficialmente extinguidos. Algunas de las teorías sobre la evanescencia de los dulces, tenían menos credibilidad que los estudios para anuncios de detergente de los anuncios, en especial, cuando por la cubierta, de forma enigmática y en recónditos escondrijos aparecieron algunos ejemplares aislados. Y es que, tú puedes esperar a los huesitos, pero los huesitos, no esperan.
Tras quitarnos el seco, como siempre, nos recibe Sebas, a pecho turco con una cerveza en una mano que solo le falta el mando a distancia en la otra y nos anima a preparar la mesa para la cena. Las alitas con salsa a la barbacoa representan un hito en la historia de Columbretes por la originalidad que representan. Tras los postres, Juan, que sigue siendo un caballero de esos que aún no llaman a las mujeres por el color de su pelo, se nos pone místico y se lía a comentar la proliferación de fotos creativas subacuáticas protagonizadas por señoritas que posan con cara de cólico y enrolladas en una sábana. Que ahora, cuando vas de noche por una carretera inhóspita te da miedo a encontrarte con la chica de la curva y cuando buceas vas a tener miedo de encontrarte con la chica de la cortina. No diré que la sobremesa se nos fuera de las manos, pero me han comentado que Chema llegó a su habitación y se metió en el armario gritando que dónde coño estaba Narnia.
Tras un letargo nocturno, el día amanece de forma vistosa y colorista por la proa del barco. El viento parece que nos ha dado una pequeña tregua y nos permite, si madrugamos lo suficiente, una visita a la Foradada. Elena y Fernando no aparecen al primer recuento, al parecer, les seduce más aquello de retozar entre edredones mecidos por el mar. El resto, nos preparamos para la sorpresa.
La primera parte de la inmersión es “normal”, si es que este término puede aplicarse a las inmersiones en Columbretes. Descendemos, nos pegamos a la pared, visitamos la cueva de las corvinas y continuamos hasta tener el impresionante arco a la vista. Exploramos su base en busca de los hoy esquivos bogavantes y tras un par de encuentros con langostas regresamos por el roqueo. Aquí, ante las langostas, busco la ruta a las barras del Peña. Encuentro la primera. Está, literalmente, cubierta de bogas. De repente, los pequeños espáridos se ponen en formación de pánico y trazan una línea recta tras la cual, aparece, como por arte de magia, un atún enorme en modo de cacería. Eso sí que es un bólido plateado. Han sido unos segundos de esos que te dejan sin aliento. Recuperados, seguimos por la punta norte hasta llegar a la “bahía” de los nudibránquios. Aquí, sorprendemos a dos langostas de paseo, Fuera de la cueva, Podemos acercarnos. Los grandes crustáceos, no parecen ni sorprendidos ni mucho menos asustados. Permiten que nos acerquemos, incluso, me da la sensación que son ellos los que nos inspeccionan a nosotros. En un intento por obtener un buen plano, Juan se acerca a uno de los ejemplares. Yo no voy a sugerir nada sobre la estética del Sr. Hollis, pero es que hasta las langostas le han hecho la cobra. Ascendemos por la pradera sorprendiendo a una pastinaca en su descanso y abreviamos inmersión cayendo por el cortado de los meros dándonos de bruces con un precioso ejemplar de cerianto blanco. Regresamos al barco encontrándonos en las algas unos enormes ejemplares de lo que creo son ejemplares de “Aplysia párvula”. Este fin de semana hemos visto opistobranquios más raro que un gitano pelirrojo. A las liebres de mar que ya he comentado, hay que sumar el encuentro con un par de extrañas “Marionia blainvillea” y un bello representante de “Felimare picta”.
El creciente viento nos obliga a volver a refugiarnos en el cráter, esta vez, para fondear en la punta bonita. Al terminar de cargar botellas, aparecen Fernando y Elena. Él debe ser bakala porque lleva las Rayban rojas todo el rato. Como vamos pillados de tiempo (como siempre) trato de ir agilizando el proceso de equiparnos. A veces, una sonrisa es todo lo que necesitas para conseguir algo de alguien. Si no, una buena colleja suele ser un buen sustituto. Otra vez nos entregamos al ansiamasá pese a estar aleteando en una de las famosas termoclinas primaverales del mediterráneo. La temperatura y el cansancio aumentan el consumo y al marcar los manómetros la media botella vuelvo con los frioleros. Como yo voy con seco, aprovecho para explorar las formaciones que rodean este fondeo, compartiendo arena con un mero de esos blancos con un tamaño de los de impresión. Una paradita de las que se quedan marcadas en rojo en mi libro de inmersiones sirve como colofón a una escapada de tres días con seis inmersiones.
Tras la paella, me apunto un pedazo de siesta de esas en las que me despierto y el colchón se parece a la sábana santa de Turín. Llegamos al puerto. Recogemos, nos refrescamos y nos preparamos para la vuelta. La navegación es tranquila. Se acerca ese punto en el que se recupera la cobertura. Se nota porque todos miran con frecuencia la pantalla del móvil. A ver, no os asustéis, pero, está perfectamente demostrado que se puede ir de un sitio a otro sin necesidad de publicarlo en Facebook. El sol que me ciega mientras me acerco al peaje me confirma que ya estamos en plena primavera, de manera que ya podéis empezar a quejaros del calor que hace y empezar a decir que hay que guardar los abriguitos. Como siempre, me queda un viaje de vuelta tranquilo y relajado, el bocadillo de panceta a la brasa con queso manchego de la macha del Marino y una semana con la vista puesta en la Azohía, pero eso, será otra historia.
Andaos por lo segao